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.Por ser pequeño y contrahecho, anhelaba lo desmesurado, la abrumadora belleza formidable que triunfa sobre las mezquinas proporciones corrientes y cuya sombra, a semejanza de la de una grandiosa nube, anula lo demás.Entre esos colosos, yo desaparecería; no me advertiría nadie, porque seríamos iguales todos, extraviados en su magnitud: he ahí lo que barruntaba mi niñez.Quería perderme entre ellos, como en una fortaleza de músculos infinitos.Y ahora, ya hombre, ya maduro, la vieja ansiedad tornaba a contagiarme su fiebre.En lugar de ubicarme, blandiendo el estoque que esgrimiera Carlos Quinto, en el núcleo de los capitanes de mi linaje, con sus ojos seculares clavados en mí, pendientes de mí, como había concebido con Jacopo del Duca, me urgía lograr lo más contrario, porque si no lograba esa inmortalidad huidiza, vesánica, que aparentemente se alejaba más y más de mi codicia crispada, nada justificaría lo grotesco de mi actitud.Quizás la muerte de Julia hubiera acentuado mi sensación de soledad, de desamparo, de fracaso; quizás sospechase que con ella, a pesar de nuestra separación, se rompía lo último parecido a una protección maternal que me había acompañado en la vida, luego de que mi abuela había entrado en la eterna noche.Y entonces el remoto sueño, impreciso, misterioso, brotado del secreto de la tierra etrusca, amigo como esa tierra engendradora de lo sobrenatural, volvía a dominarme y a exigirme que lo transfigurara, portentosamente, en una realidad pétrea.Ni Zanobbi, ni Horacio, ni Silvio, ni Mateo, ni Segismundo, ni Violante, podían ayudarme a luchar cuerpo a cuerpo con la vida.No tenía a nadie.Estaba tan solo como en la época en que Girolamo y Maerbale me perseguían, iracundos, por los corredores de Bomarzo.Siquiera, en aquellos años de angustia, había contado con Diana Orsini y con su oasis blanco.Pero ahora no contaba con nadie.De esa suerte me percaté de lo que Julia Farnese había significado para mí y, al avivarse en mi pecho la inquietud que germinaba de los sueños antiguos, la lloré por primera vez con desesperada consternación.Sí, había alcanzado la altura de mi existencia en que, para vivir yo, era menester que mis sueños viviesen.Pero antes debía tributarle a Julia el homenaje que merecía.Una vez, una única vez, conversé con Zanobbi, durante la semana en que su maestro permaneció en Caprarola.A la hora de la siesta, como el calor apretaba y no conseguía dormir, atormentado por ese otro calor más intenso que emanaba de lo que bullía en mi interior sin acertar a definirse, abandoné mi cámara, me deslicé hasta el Ninfeo por el pasadizo, y de allí gané el bosque.Delante del Ninfeo, había erigido un lustro atrás dos obeliscos con la inscripción: Sol per sfogare il core, Vicino Orsini nel 1552.Para desahogar el corazón.Lo hice por fantasía, como una humorada, para calmar mi morriña una tarde de desaliento.Hubiera debido sembrar el parque de obeliscos así, con fechas distintas.Para desahogar el corazón.Sólo para desahogar el corazón.Pero ahora, para desahogarse, mi corazón requería mucho más que unos pilares conmemorativos.Me adentré en el bosque, tan enredado que era imposible internarse en él si no se conocían sus obstruidos senderos, escalando y desbarrancándome según la diversidad de las elevaciones accidentadas.Aquí y allá, las rocas de Bomarzo emergían de la broza, como los restos de un naufragio que zozobraban en un oleaje de ramas turbulentas.Esas rocas grises encerraban la materialización de mis sueños.Era a ellas a quienes habría que atacar una a una, como si fuesen endriagos, hasta vencerlas.Pero no; no se trataba de vencer; no se trataba de dragones.Cada roca representaba para mí y para mis recuerdos un personaje encantado.El personaje permanecía prisionero bajo la costra.Había que liberarlo y ganar su amistad.Sería un trabajo bello y duro, este que consistiría en devolverle a Bomarzo sus desusados custodios, la guardia del duque Pier Francesco Orsini.Mis manos finas se apoyaron una y otra vez sobre la rugosidad de las superficies cubiertas de plantas parásitas, por las cuales se escurrían los insectos, y mis mejillas se apoyaron también en la porosa aspereza, como si quisiera escuchar los latidos de los corazones ocultos.La piedra, hundida en la humedad vegetal, era fresca, reconfortante.Fuera del bosque zumbaba el calor del verano, pero en el interior de la maleza que aislaba la masa del follaje, se experimentaba una rara delicia.Más que en ninguna parte, más aún que en los sepulcros subterráneos, se sentía uno allí cerca de la tierra y de su secreto.Las lagartijas escapaban por la hierba, buscando las dagas del sol caídas entre las hojas; las arañas añadían su tejido transparente a la gran red forestal; y un mundo incalculable de alimañas se afanaba alrededor.Oíase, superando a los susurros, a los crujidos, a los sofocados gorjeos, el canto tímido de las vertientes que conservaban siempre mojada la penumbra de los túneles frondosos, y que brincaban sobre los guijarros, ensanchándose hasta metamorfosearse en un arroyo de irisada corriente.Sombras ligeras, acaso de ninfas y de sátiros, retozaban en torno con rápido espejear.Todo se volvía, en esa zona huraña, mucho más antiguo, como si el tiempo no hubiera conseguido desalojar de ella a los moradores que la poseían desde antes de la conquista etrusca, y que habían refugiado en su dédalo salvaje a los dioses primeros, los dioses que gobernaban la región antes de que Charun, Tuchulcha y los otros demonios mitad hombres y mitad bestias irrumpieran en los fúnebres banquetes.De súbito me paré, fascinado, horrorizado.Punzantes zarzas me sujetaban a derecha y a izquierda, como si fuese su cautivo, y delante de mí, a modo de una proyección de esas malignas divinidades, una serpiente se erguía, vibrando entre sus dientes la bífida lengua.Era el dañino opositor y el aliado inmemorial, inicial, paradisíaco, el Urobor os de los gnósticos, de los herméticos egipcios, del talismán de Catalina de Médicis, que acaso estaba allí para indicarme que no debía abandonar el camino de la magia, pero acaso también, de una veloz dentellada, para concluir con mi vida.Oscilaba levemente, verdosa, terrosa.Una serpiente se había presentado así, en Bomarzo, al obispo Anselmo; era tan alta que, enderezada, le llegaba al pecho.El santo interrumpió su oración y le dijo: “Sé que desde que has sido creada perseguiste a los humanos; si tienes algún poder sobre mí, haz lo que merezco al punto.” De haber dispuesto yo de la entereza suficiente para hablarle de esa manera, mi existencia hubiera terminado entonces.Y otra sierpe se estiraba a lo largo de mi escudo, heredada tal vez de los Anguillara, dividiendo las barras y la rosa.Contaba mi abuela que en el teatro de Pompeyo, nuestra casa ancestral, había monstruos marmóreos, fictae ferae, y que un niño de mi estirpe, llamado Hylas, metió la mano en la boca de una osa de piedra y fue mordido por una serpiente que se escondía en las fauces del monolito, y que acabó con él.En memoria de ese episodio, cantado por el poeta Marcial, el ofidio se había incorporado a nuestro blasón [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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