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.Si hubiera sabido detectar el odio que brotaba a borbotones de ese cuerpo martirizado, junto con la sangre provocada por los latigazos.Si no se hubiese mostrado ciego y sordo a la impotencia, a la rabia de ese hombre escarnecido que atesoraba su dolor con avaricia, a fin de alimentar su venganza, tal vez, sólo tal vez, habría podido evitar lo que terminó por ocurrir con el tiempo.Mas Ickila era demasiado joven para entrar en tales consideraciones, ajenas, por otra parte, al mundo del que procedía.En Recópolis los siervos abundaban y no se relacionaban más que con gentes de su misma condición, poco dadas a concebir rebeliones.Cánicas era, por el contrario, cuna de hombres y mujeres libres.Una invitación irresistible para quienes, como Paulo y Lucio, ya habían apercibido el aroma de la libertad al ver a sus compañeros despojados del yugo de la servidumbre por el amo Liuva, antes de embarcarse en ese viaje que a él le había llevado a la tumba y a ellos hasta una ciudad perdida, sin más horizonte que el que habían conocido desde que fueron concebidos por sus padres.Compartía su suerte un morisco taciturno, a quien los cristianos llamaban Abdul, que el príncipe había enviado a Ickila como regalo de bienvenida al día siguiente de su visita.Era éste un antiguo soldado sarraceno hecho prisionero en la batalla de la cueva sagrada, veintidós años atrás, cuando apenas era un adolescente.Reducido a la esclavitud, había aprendido rápidamente la lengua de los cristianos, mostrando una clara aptitud para adaptarse a sus costumbres, lo que le había franqueado las puertas del servicio en palacio.Hoy era un ser irreconocible para cualquiera que le hubiera tratado antes de su infortunio.Avejentado por los años y las humillaciones, desaparecido de su corazón cualquier vestigio de orgullo, Abdul aconsejaba a sus hermanos en la desgracia que aceptaran su destino sin oponer resistencia, confiando en la sabiduría de Dios (a quien él llamaba Alá), cuya voluntad escapa a nuestro entendimiento.Ni Lucio ni Paulo confiaban en él, por lo que nunca le hicieron partícipe de sus planes.Su dueño, por el contrario, encontró en ese esclavo a un guía seguro para sus escarceos por la región, pues deseaba conocer lo mejor posible el terreno por el que habría de moverse a partir de entonces, antes de someterse a la prueba de fuego del combate ante su príncipe y señor.En cuanto el tiempo lo permitió, mientras Alfonso ultimaba los preparativos de la que sería su más ambiciosa campaña de conquista, Ickila decidió ir a conocer personalmente el escenario donde todo había empezado.Partió de buena mañana, acompañado de Abdul, en dirección al macizo rocoso que se alzaba a levante sobre sus cabezas, como un fortín construido a una escala inabarcable para el hombre.No estaba lejos, aunque su descomunal tamaño engañaba al ojo y lo hacía parecer más cercano de lo que en realidad se encontraba.Así pues, los dos viajeros tuvieron que espolear a sus monturas con el fin de llegar de día, conscientes de que en la oscuridad los precipicios que les rodeaban constituirían un peligro mortal.Para Ickila aquélla era una excursión placentera, que afrontaba con el júbilo devoto con que se emprende una peregrinación a Tierra Santa.Para Abdul, por el contrario, se trataba de una vía dolorosa cuyo recorrido le traía a cada paso recuerdos siniestros de unas jornadas que marcaron para siempre su fatal destino.No quería hablar de lo que había sucedido en esos días de derrota.Se había esforzado por enterrar en lo más profundo de su memoria el pánico experimentado durante la primavera de su perdición, entre esos riscos poblados de guerreros invisibles y por ello letales.Los años y el látigo le habían enseñado, empero, a obedecer a la primera, por lo que cuando el amo le pidió que desgranara con detalle el relato de los hechos acaecidos en aquella expedición, hubo de vencer su repugnancia y dar vida con sus palabras a esa pesadilla que le acompañaría —ya no albergaba otra esperanza— mientras viviera [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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