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.Su rostro era enjuto, expresivo y un tanto siniestro.Keiko me ignoró por completo.Al igual que Akio, tenía en las manos las cicatrices a medio curar provocadas por mi cuchillo.Aspiré profundamente.A pesar del calor, estar al aire libre era infinitamente más agradable que permanecer en la habitación en la que había estado encerrado o en el sofocante interior del carromato.A nuestras espaldas se encontraba la ciudad de Yamagata.La blanca silueta del castillo se destacaba entre las montañas, que en su mayoría aún mostraban su verde y exuberante vegetación, con algunos toques de color allí donde las hojas empezaban a cambiar.Los campos de arroz también estaban adquiriendo un tono dorado, pues pronto llegaría la cosecha.Hacia el suroeste se podía ver la empinada ladera de Terayama, aunque los tejados del templo quedaban ocultos tras las ramas de los cedros.Más allá se apreciaban los arcos montañosos que, en la distancia, adquirían un tinte azul y brillaban tenuemente bajo la calima de la tarde.En silencio, me despedí de Shigeru, apenado por tener que alejarme y romper mi último vínculo con él y con mi vida como Otori.En ese momento, Akio me golpeó en el hombro.—Deja de soñar como un idiota -me increpó, a la vez que yo percibía que su voz había adquirido un acento más tosco-.Te toca tirar del carro.Para cuando llegó el atardecer, mi odio por el carromato había llegado a límites insospechados.Era pesado y difícil de manejar; me habían salido ampollas en las manos y el esfuerzo me destrozaba la espalda.Llevarlo cuesta arriba era complicado, pues las ruedas se atrancaban en los baches y las grietas del camino.Cuando eso ocurría, todos teníamos que arrimar el hombro para liberarlo.Por si fuera poco, transportarlo colina abajo era una auténtica pesadilla.Me hubiera gustado dejarlo rodar y ver cómo se abalanzaba en dirección al bosque.Recordé con lástima a Raku, mi caballo.El hombre de más edad, Kazuo, caminaba a mi lado.Me ayudaba a modificar mi acento y me enseñaba ciertas palabras de la jerga de los comediantes que yo tenía que conocer.Algunos términos los había aprendido de Kenji -pertenecían al oscuro argot de la Tribu-; otros me eran totalmente desconocidos.Me esforzaba por imitar a Kazuo como en su día había imitado a mi preceptor Ichiro -aunque las doctrinas de ambos eran totalmente distintas-, e intentaba adquirir la personalidad de Minoru.Hacia el final del día, cuando la luz empezaba a desaparecer, descendimos por una ladera que conducía a una aldea.La carretera se tornó menos abrupta, más uniforme.Un hombre que debía de regresar a su casa nos saludó.Yo percibía el olor a la comida que se estaba preparando en los fuegos de leña.A mi alrededor resonaban los sonidos propios de una aldea a la caída de la tarde: el chapoteo del agua con la que se lavaban los granjeros, los juegos y las peleas de los niños, los chismes de las mujeres preparando la cena, el chisporroteo de las hogueras, el martilleo del hacha sobre los troncos, la campana del santuario.En definitiva, el vibrante tejido que conformaba el tipo de vida en que yo había crecido.Y también pude oír algo más: el tintineo de unas riendas y el sonido amortiguado de cascos de caballo.—Hay una patrulla delante de nosotros -le informé a Kazuo.Éste levantó la mano para que nos detuviéramos y llamó la atención de Akio sin apenas elevar la voz:—Minoru dice que hay una patrulla.Akio me miró con los ojos entornados bajo la luz del ocaso.—¿Estás seguro?—Oigo caballos.¿Qué otra cosa podría ser?Akio asintió con la cabeza y se encogió de hombros como diciendo: "Ahora es tan buen momento como cualquier otro".—Hazte cargo del carromato.Cuando ocupé el lugar de Akio, Kazuo empezó a cantar una canción cómica y un tanto grosera, y su potente voz resonó en el tranquilo aire del crepúsculo.Yuki introdujo los brazos en el carromato, sacó un pequeño tambor y se lo arrojó a Akio.Éste lo tomó al vuelo y empezó a tocarlo siguiendo el ritmo de la canción.La muchacha empuñó un instrumento de una sola cuerda, y empezó a tocarlo a medida que caminaba junto a nosotros.Keiko hacia girar unas peonzas como las que me habían llamado la atención en Inuyama.De este modo, doblamos la esquina y llegamos hasta la patrulla.Los soldados habían instalado una barrera de bambú justo delante de las primeras casas de la aldea.Debían de ser unos ocho o nueve hombres, y casi todos estaban sentados en el suelo, comiendo.Mostraban en sus casacas el blasón del Oso de los Arai, y habían izado el estandarte de los Seishuu, el Sol del atardecer.Cuatro caballos pacían detrás de ellos.Muchos niños andaban por allí y, al vernos, salieron corriendo hacia nosotros lanzando gritos y risas.Kazuo interrumpió su canción y los entretuvo con unas cuantas adivinanzas.Entonces, dirigiéndose a los soldados, les gritó con insolencia:—¿Qué pasa, muchachos?El comandante se incorporó y se acercó a nosotros.Inmediatamente, nos arrojamos al suelo y nos tumbamos sobre el polvo.—Levantaos -ordenó-.¿De dónde venís?Tenía la cara más bien cuadrada, con cejas pobladas, labios finos y mandíbula robusta.Con el dorso de la mano, se limpió los restos de arroz de la boca.—De Yamagata.Akio le entregó el tambor a Yuki y sacó una tablilla de madera en la que estaban grabados nuestros nombres, el nombre de nuestro gremio y la licencia que nos habían otorgado en la ciudad.El comandante se quedó mirando la tablilla un buen rato, y de vez en cuando nos miraba, escrutándonos el rostro.Keiko hacía girar las peonzas y los hombres la miraban con gran interés.Para ellos, las titiriteras tenían fama de ser mujeres fáciles.Uno de los soldados se le insinuó entre burlas, y ella le respondió con una carcajada.Yo me apoyé en el carro y me sequé el sudor de la frente.—¿Qué hace este muchacho, este tal Minoru? -preguntó el comandante, mientras devolvía la tablilla a Akio.—¿Mi hermano pequeño? Es malabarista.Es el oficio familiar.—Veamos su actuación -instó el comandante, a la vez que sus finos labios se entreabrían para mostrar algo parecido a una sonrisa.Akio no dudó ni un solo momento.—¡Eh, hermanito! Hazle una demostración al señor.Me sequé las manos con la cinta que llevaba en la frente y volví a atármela alrededor de la cabeza.Saqué las bolas de la bolsa, noté en mis manos su peso y su tacto suave y, en ese instante, me convertí en Minoru.Ésa era mi vida.Nunca había conocido otra: la carretera, aquella aldea, las miradas recelosas y hostiles.Olvidé el cansancio, el dolor de cabeza y las ampollas de las manos.Era Minoru, y me disponía a hacer aquello que venía realizando desde que apenas había dado los primeros pasos.Las bolas volaban por el aire.Primero lancé cuatro; luego, cinco [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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