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.Wayne Smith, contable diplomado, trabajaba en la primera puerta de la derecha.Supuse que habría una recepcionista en un antedespacho de reducidas dimensiones, así que giré el pomo de la puerta y entré sin llamar.El despacho consistía en una única estancia de gran tamaño, iluminada a medias por la luz que se colaba por las persianas echadas.Wayne Smith estaba tumbado en el suelo y con los pies apoyados en el asiento del sillón giratorio.Volvió la cabeza.—Oh, perdón —dije—.Creí que había sala de espera.¿Está usted bien?—Desde luego.Pase, pase —dijo—.Estaba descansando la espalda.—Bajó las piernas del sillón, aunque no sin esfuerzo.Se puso de costado y se incorporó con una mueca—.Usted es Kinsey Millhone.Marilyn la vio ayer en el entierro.Lo miré con atención mientras me preguntaba si le echaría una mano o no.—Pero, ¿le pasa algo?—La espalda, que me tiene frito.Duele que es la hostia — dijo.—.Al ponerse totalmente erguido se clavó el puño en los riñones y giró un hombro como para mitigar la tirantez de un calambre.Tenía complexión de corredor de fondo: cuerpo delgado y nervudo y estrecho de pecho.Parecía mayor que su mujer, casi cincuentón, mientras que a ella le echaba treinta y tantos.Tenía el pelo claro y muy corto, como aquellas promociones de estudiantes de los años cincuenta.Me pregunté si habría hecho la mili.El corte de pelo me indicaba que se había quedado estancado en el pasado, tal vez a causa de un acontecimiento significativo que había determinado su imagen de una vez por todas.Tenía ojos claros y cara muy angulosa.Se acercó a la ventana de tres hojas y subió las correspondientes persianas.La estancia se iluminó hasta un punto casi insoportable.—Siéntese —dijo.Podía elegir entre un diván y una silla de plástico con asiento hundido.Me quedé con la silla e inspeccioné el despacho por encima mientras Wayne Smith se sumergía en el sillón giratorio como si se tratase de la media bañera de unas termas.A un lado había una estantería metálica de seis anaqueles y que más bien parecía un mecano derrengado y con los plúteos medio hundidos por el peso de los manuales.Por todas partes había montones de archivadores de acordeón, y tenía tantas cosas encima de la mesa que apenas se veía un milímetro de superficie.Tenía la correspondencia amontonada junto al sillón y el alféizar de la ventana estaba cubierto de folletos ministeriales y boletines sobre las últimas reformas de Hacienda.Si hubiese de someterme a una auditoría fiscal no habría confiado mis papeles a aquel hombre.Tenía toda la pinta de ser el típico contable que las provoca.—Acabo de hablar con Marilyn.Me ha dicho que estuvo usted en casa.Es sorprendente lo mucho que se interesa por nosotros.—Barbara Daggett me contrató para que investigara la muerte de su padre.Me interesa todo el mundo.—Pero ¿por qué hablar con nosotros? No veíamos a ese hombre desde hacía años.—¿No les llamó por teléfono la semana pasada?—¿Por qué iba a hacerlo?—Buscaba a Tony Gahan.Puede que tratara de localizarle a través de ustedes.Sonó el teléfono, lo cogió, se puso a cambiar frases profesionales y aproveché la interrupción para observarle.Vestía un pantalón informal que le venía un poco corto y llevaba unos calcetines de ejecutivo que seguramente le llegarían hasta la rodilla.La charla entró en la recta final y adoptó una actitud lacónica para acelerarla.—Ya.Ya.Sí, estupendo.Ideal.Así lo haremos.Tengo los impresos aquí delante.El plazo termina a fin de mes.Adiós.—Colgó bufando y cabeceando—.Bueno —dijo para reanudar el hilo de nuestra conversación.—Sí, bueno —dije—.¿Recuerda dónde estuvo el viernes por la noche?—Aquí, preparando las declaraciones trimestrales.—¿Y Marilyn estaba en casa con los chicos?Se me quedó mirando sin decidirse del todo a sonreír.—¿Insinúa usted que hemos tenido algo que ver con la muerte de John Daggett?—Alguien tuvo que matarlo [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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