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.Cuándo se fueron tomó a Sunia de la mano y la condujo hasta el ciruelo más alto, ahora lleno de níveos capullos.—Sunia —le dijo—.¿Me das permiso para acudir a la audiencia de la reina?Ella le miró asombrada.—¿Es una broma?—No, estoy haciéndote una pregunta —le dijo.—¿Y si rehusase? Irías de todas maneras.—No iría.De repente le dio un ataque de risa.—No hay en toda Corea un hombre como tú —le dijo.—¿Por qué dices esto? —le preguntó, asombrado a su vez.—Porque es verdad —contestó—, y ahora ve, di a la reina que te ordeno acudas a su audiencia, que te echo de casa, así.—intentaba empujarlo y lo despidió riendo.Reía, pero había algo que la atormentaba, porque sabía que la reina tenía sobre él un poder que no alcanzaba a comprender.En su palanquín, Il-han pensaba en las dos mujeres que conocía mejor: su esposa y su reina.En su juventud había conocido algunas cortesanas, personas cumplidas se las llamaba, acostumbradas a cantar, bailar y hablar con hombres.No eran mujeres en realidad, eran un intermedio entre hombre y mujer, pero diferentes a los unos y a las otras.Aparte de ellas raramente había conocido alguna otra mujer antes de tomar a Sunia por esposa.Las damas de alta alcurnia salían ocultas en palanquines cubiertos y en cuanto a las mujeres que iban por la calle y el campo con la cara descubierta, ningún hombre las miraba si no quería ser atacado.Estas, mujeres corrientes eran terriblemente orgullosas y femeninas, sus hombres estaban junto a ellas.Sólo un muchacho o un loco, se hubiese atrevido a acercárseles.Suspiró ante tales pensamientos.Hubiese preferido ir al palacio del rey antes que al de la reina, pero la reina lo había citado, y esta real pareja estaba tan distanciada como la emperatriz de la China del emperador del Japón.En cuanto vio a la reina comprendió que había cambiado.Había adelgazado, y ni la amplitud de su falda ni su chaqueta podían disimular su delgadez.Su cara no era tan redonda ni tan infantil como antes.Se sintió conmovido de nuevo por su belleza, por la amable tristeza de sus ojos antes tan alegres, por la palidez de su piel.Cuando entró estaba inmóvil y algo distante, sentada en el trono.Por primera vez no le ordenó que se sentase o arrodillase.Le dejó permanecer en pie, manteniéndolo a distancia.Tenía razones íntimas para ello.Sin embargo, Il-han hizo la reverencia de costumbre, y esperó a que le dijera de qué quería hablar.—Todo sigue igual en palacio, pero todo es distinto —dijo la reina.—¿Puedo preguntar si vuestra majestad ha hablado con el rey? —preguntó Il-han.—No nos hemos visto, pero me ha avisado que me mandará a buscar hoy.Por esto he querido verte antes, para que me expliques el estado del país, tal como tú lo ves.Sé que me dirás la verdad.Por desgracia, no puedo decirlo de nadie, más.También sé que no puedo confiar ni en mí misma.No soy lo bastante inteligente.¿Quién hubiese dicho que me vería forzada a huir de mi propio palacio? He vivido en un país lejano., muy lejano.,muy lejano.Miró el salón del trono como si lo viese por primera vez.—Majestad, no lamento del todo que hayáis visto cómo vive vuestro pueblo, en cabañas de techo de bálago y mal alimentado.—Y más felices de lo que yo soy aquí —le interrumpió—.La esposa del poeta, ¡qué suerte la suya de no tener otro deber que el trabajo diario para arreglar su casita, y atender al hombre que ama!—Es afortunada porque su vida se acomoda a su carácter —respondió Il-han—.Ya sabéis, majestad, que no podríais vivir siempre en una casita.Sois una truebone y vuestro lugar está aquí, porque sois responsable de vuestro pueblo.Esto es lo que se acomoda a vuestro carácter.Suspiró, sonrió y volvió a suspirar.—Ni siquiera me permites envidiar a nadie, o tener lástima de mí misma.¡Adelante, pues! ¡lnstrúyeme! ¿Qué deba saber?Aún no le había invitado a sentarse, y él continuó de pie con la cabeza inclinada, viendo sólo el dobladillo de su ancha falda y, asomando bajo ella, la punta curvada hacia arriba de su zapatilla de satén dorado.—El regente —dijo— está prisionero en una ciudad china, no demasiado cerca de Pekín.Vive confortablemente, pero está vigilado y no puede escapar.Estoy en comunicación con el gran político chino,.—Li Hung-Chang —gritó la reina con cierta cólera—.¡Entre todos los chinos es el único en quien no confío!Il-han replicó firmemente:—Es lo bastante inteligente para ver que si bien China no perderá su independencia, nosotros podemos perder la nuestra, porque no puede protegernos.Por ello y aconsejados por él, debemos aceptar un país occidental como aliado nuestro [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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