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.La cruz que arrebatamos no es la verdadera.Pagarán por esto.¡Quiero que los masacres! Quiero que tus elefantes aplasten sus cuerpos, que los reduzcan al estado de lienzos entre los que me deslizaré de noche para dormir.El-Rafid tiró las mondas en una copa dorada y mordió con fuerza su naranja.Rawdán encontró audaz el proyecto; la misión lo seducía.Al final, aunque aborreciera los métodos algo expeditivos de Sinan, aceptó de buen grado.Se dijo que tendría ocasión de divertirse y de enriquecerse.El señor aprendería a apreciarlo, o si no.aprendería también él, en su propia carne, lo que significaba la cólera de un maraykhát.Cuando Wash el-Rafid le dijo adonde debía ir, Rawdán se echó a reír y salió apresuradamente de su tienda para ordenar a sus tropas que se pusieran en camino: ¡no había tiempo que perder! ¡Atacarían el oasis de las amazonas! Oh, qué caro les haría pagar a esas perras los hombres que le habían robado antes de soltarlos, castrados, en el desierto, donde los encontraban los suyos… a veces.Medio deshidratados y completamente locos.Dos días más tarde, los maraykhát atacaron el oasis.Las cenobitas, prevenidas por la Emparedada, los esperaban a pie firme.Se habían revestido con una coraza de piel de serpiente hervida —una protección particularmente ligera que no estorbaba sus movimientos—, se habían encasquetado una cabeza de hiena vaciada e iban equipadas con un pequeño escudo de cuero de hipopótamo.Aquel atavío les confería un aspecto terrorífico de criaturas fantásticas.La primera línea de defensa de las cenobitas se había apostado al borde del oasis, bajo el mando de Eugenia, la hermana de Femia.La amazona no dejaba de escrutar el cielo, observando los movimientos del halcón de Casiopea.De pronto, el pájaro salió disparado para ocultarse en la luz del sol: el enemigo se acercaba.Eugenia, encaramada a una plataforma oculta en las palmeras, colocó en su arco una larga flecha con barbas, de las que perforaban las armaduras y no podían extraerse sin arrancar la carne.Luego el desierto se puso a temblar, se hinchó, orlado de arrugas opacas.Pronto de esos torbellinos surgieron jinetes que parecían no tocar el suelo, como llevados por los yinn.Los guerreros azotaban el aire con sus sables de hoja curvada, aullaban audaces imprecaciones que enseguida dispersaba el viento.Detrás de ellos, una decena de elefantes cargaban barritando, con la trompa levantada hacia el cielo, emborronando el horizonte con una sombra polvorienta.Cuando el enemigo estuvo a tiro, las cenobitas lanzaron una primera salva de flechas.Segados en medio de su carrera, varios jinetes rodaron por la arena con sus caballos.Pero otros, a los que la caída de sus hermanos pareció revigorizar, los reemplazaron.Cuando esta segunda oleada se lanzó contra las cenobitas, Eugenia ordenó el repliegue: la lucha era demasiado desigual.Los maraykhát eran cinco veces más numerosos.Los hombres lanzaban mandobles al azar, golpeando los árboles, los bejucos, destripando incluso a los monos, que huían chillando a las palmeras, donde dejaban grandes regueros de color rojo.Muy pronto los maraykhát alcanzaron el fondo del oasis, donde tropezaron con el grueso de las fuerzas de las cenobitas, que, mal que bien, consiguieron contenerlos.Mientras seguía animando a sus guerreras a resistir, Zenobia, montada sobre una gacela, miró hacia la entrada de su pequeño reino: si Eugenia conseguía impedir que los elefantes pasaran, tal vez tendrían una posibilidad de vencer.Pero los paquidermos, que los maraykhát habían drogado para que no sintieran miedo ni dolor, arrancaron las palmeras con su trompa, hicieron caer a las cenobitas que se encontraban en ellas y las pisotearon.Un elefante daba caza a Eugenia, persiguiéndola por entre los matorrales.Herida, la amazona se dirigió cojeando hacia un foso que habían cavado la víspera, esperando atrapar al animal en la trampa.Cuando estuvo solo a unos pasos del foso disimulado con palmas, sacando fuerzas de flaqueza, Eugenia dio un último salto y consiguió pasar al otro lado [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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