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.Un punto de vista mucho más humano que el derivado de la fría escritura del hermano cronista, ¿no crees?—Tal vez sí.Aunque yo prefiero que la historia se limite a contar los hechos, y no las opiniones.—Mi querido custodio, si estuviera buscando tratados de historia, tendríamos esta conversación en la sala principal, donde hay ventanas y algo parecido al aire fresco.Son los hombres que hubo tras la historia lo que ando buscando, porque fueron los hombres quienes hicieron la orden tal como es.Al custodio le brillaron un instante los ojos.—¿Y crees que podrás encontrar esos diarios aquí, mi señor?—Lo que es seguro es que no los encontraré en otro sitio que no sea éste.—Ansel señaló con una inclinación de cabeza la puerta que había tras él—.Según tu catálogo más exhaustivo, al menos.Eso si no se han… traspapelado.—¿Traspapelado? —Vorgis enarcó ambas cejas, prácticamente invisibles—.Puedo asegurarte que en el archivo suvaeano no se traspapelan los libros.Ni uno de ellos.—¿Como puedes estar tan convencido, custodio, teniendo en cuenta que hablamos de trescientos mil volúmenes?—Estoy absolutamente convencido.Esto es una biblioteca, mi señor, no una vulgar casa de empeños.—Una mano blanca tocó las llaves como si el tacto y su presencia allí le infundieran confianza a su dueño—.Hemos cerrado los archivos.Me encargaré de que estos libros sean devueltos al lugar que les corresponde.—Ah, aún no he terminado del todo, Vorgis.Creo que necesito una media hora más, si no te importa.—Me temo que eso no es posible.Los archivos están cerrados.—Necesito otra media hora.El custodio se mordió los labios.—Mi señor preceptor, cuando acudiste a mí hace tres semanas y… exigiste acceder a los archivos, tuve la sensación de que estabas empeñado en una búsqueda insensata.Supongo que después de todo este tiempo, si no has encontrado nada, habrás llegado a la conclusión de que no hay nada que buscar.—Cabe esa posibilidad.—Bien.—De nuevo Vorgis se cogió las manos a la altura de la cintura—.¿Te acompaño a la puerta?—No, pero gracias, Vorgis.Aún no he terminado.—Cerraré el archivo en breve.Puedes quedarte hasta que se haga de día, pero no creo que eso sea recomendable dada tu… condición.Ese hombre era intolerable.—¿Me amenazas, Vorgis? Me sorprendes.—No he formulado amenaza alguna, mi señor.—Perfecto, porque si lo hubieras hecho me vería forzado a dar una buena patada en tu huesudo trasero.El custodio pestañeó alarmado.—¿Mi señor?Ansel se puso en pie con la ayuda del bastón, ignorando las intensas punzadas de dolor que acusó en las articulaciones.Hundió la mano en el bolsillo de la túnica y sacó una reluciente llave de latón, que sostuvo entre índice y pulgar.—Los archivos se cierran cuando yo lo diga, maese custodio, no antes.Harías bien en recordarlo.—Pero sólo existe una llave… —La mano de Vorgis pellizcó el ceñidor, y luego señaló con dedo acusador a Ansel—.¡Hiciste que la copiaran!—Como es mi derecho y mi prerrogativa en calidad de funcionario mayor de la orden suvaeana.—¿Y cómo? La llave nunca abandona la estancia.La sonrisa de Ansel le dejó al descubierto la dentadura.Era de lo más satisfactorio ver a Vorgis superado por las circunstancias.—Las velas —dijo—.Buenas velas blancas, capaces de proyectar una luz estupenda para la lectura.La cera sirve para hacer un calco excelente de una llave.Vorgis pestañeó de nuevo.—¡Soy el custodio de los archivos!—¡Pues deberías recordar quién te nombró para el puesto! —rugió Ansel, que volvió a imprimir a su voz un tono más suave en cuanto acusó una presión como de acero en torno al pecho—.Tengo trabajo pendiente aquí, maese custodio, y puedes ayudarme o estorbarme.Tú eliges.—Debo protestar, mi señor.Estos libros son extraordinariamente valiosos…—En ese caso tendrías que cuidar mejor de ellos.La cantidad de polvo que hay aquí dentro podría asfixiar a una de esas mulas que transportan el carbón en una mina.—¡Son extraordinariamente valiosos y no puedo permitir que estos archivos se abran a voluntad!—¿Tú? —Ansel se inclinó en la mesa—.¿Que tú no puedes permitir qué, Vorgis? Yo soy el preceptor.—Golpeó la losa con el remate metálico del bastón, y resonó como la campana de la sacristía—.Si quiero abrir los archivos lo haré.Si quiero leer hasta el último libro, pergamino y legajo deshilachado de todo el índice lo haré.¿Me expreso con claridad?No pretendió levantar la voz, pero tuvo el efecto deseado.Por primera vez, Ansel vio al custodio de los archivos falto de palabras.Los ojos de Vorgis estaban clavados en la dorada hoja de roble, hipnotizado por el modo en que se columpiaba con suavidad de un lado a otro de la cadena.—¡Vorgis! ¿Me expreso con claridad?La voz de Ansel despertó al custodio de su ensimismamiento.El hombre pestañeó otra vez y se pasó la mano blanca por la calva.—Con asaz claridad, preceptor.—El espectro de lo que pudo ser una sonrisa tensó las comisuras de los labios, pero desapareció en seguida—.Buenas noches tengas.Con una seca inclinación de cabeza, el custodio salió de la sala privada.De inmediato, Ansel llevó la mano a la campanilla.¡Maldición, la de polvo que había en ese lugar! Tenía el pecho cerrado y un picor en la garganta amenazaba con convertirse en tos.No se atrevió a empezar sin tener un vaso de agua a mano porque tal vez no podría parar.Ay, debió contener las riendas de su temperamento, no dejarse arrastrar al terreno de los gritos.Maldito fuera Vorgis y malditos todos los secretos que la orden mantenía ocultos incluso de sus ojos.—¿Alquist? ¡Alquist! —El flacucho bibliotecario reapareció junto a él—.Ah, estás ahí, muchacho.¿Me traes un poco de agua? Aquí hay demasiado polvo…El cosquilleo aumentó.Ansel recurrió con torpeza al pañuelo cuando la tos se abrió paso a través de los pulmones.Cada exhalación era como si alguien lo atravesara con una sierra, y silbó como un fuelle agujereado mientras intentaba respirar de nuevo con normalidad.Alquist se lo quedó mirando con los ojos desmesuradamente abiertos, horrorizado.Ansel lo despidió mediante un gesto y se hundió de nuevo en la silla mientras que a medida que tosía más, y más lucecillas multicolores danzaban ante sus ojos.Cuando Alquist regresó con una jarra y una taza, lo peor había pasado ya y el pañuelo manchado había desaparecido de la vista.Ansel aceptó agradecido la taza de agua y la apuró a sorbos hasta que se le suavizó la respiración.El joven bibliotecario permaneció cerca de la mesa.—¿Se encuentra indispuesto, mi señor? —preguntó.—No, hijo —respondió Ansel, que compuso una sonrisa poco convincente— [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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