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.En el apuro me mojé todo y, cuando ella entró en su casa, yo, meado y tembloroso, supe que esa mujer era mi maldición y el amor de mi vida.Todo lo que nos va a pasar con una mujer se sabe siempre en el primer minuto.Sin embargo es increíble de qué modo se encadenan las cosas, de qué modo un hombre puede empezar por explicarle a una muchacha que un plátano difícilmente puede ser considerado una plantita, ella simular que no recuerda nada del asunto, decimos señor con alegre ferocidad, como para marcar a fuego la distancia, decir que está apurada o que debe rendir materias, aceptar finalmente un café que dura horas mientras uno se toma cinco ginebras y le cuenta su vida y lo que espera de la vida, pasar de allí, por un laberinto de veredas nocturnas, negativas, hojas doradas, consentimientos y largas escaleras, a meterla por fin en una cama o a ser arrastrado a esa cama por ella, que habrá llegado hasta ahí por otro laberinto personal hecho de otras calles y otros recuerdos, oír que uno es hermoso, y hasta creerlo, decir que ella es todas las mujeres, odiarla, matarla en sueños y verla renacer intacta y descalza entrando en nuestra casa con una abominable maceta de azaleas o comiendo una pastafrola del tamaño de una rueda de carro, para terminar un día diciéndole con odio casi verdadero, con indiferencia casi verdadera, que uno está harto de tanta estupidez y de tanta felicidad de opereta, tratándola de tan puta como cualquier otra.Hasta que una noche cerré con toda mi alma la puerta de su departamento de la calle Meló, y oí, pero como si lo oyera por primera vez, un ruido familiar: la reproducción de Carlos el Hechizado que se había venido abajo, se da cuenta, una mujer a la que le gustaba Carlos el Hechizado.Me quedé un momento del otro lado de la puerta, esperando.No pasó nada.Ella esa vez no volvía a poner el cuadro en su sitio: ni siquiera pude imaginármela, más tarde, ordenando las cosas, silbando su czarda inexistente, la que le borraba del corazón cualquier tristeza.Y supe que yo no iba a volver nunca a esa casa.Después, en mi propio departamento, cuando metí una muda de ropa y las cosas de afeitar en un bolso de mano, también sabía, desde hacía horas, que ella tampoco iba a llamarme ni a volver.—Pero usted se equivocaba, ella volvió —me oí decir y los dos nos sorprendimos; yo, de estar afirmando algo que en realidad no había quedado muy claro; él, de oír mi voz, como si le costara darse cuenta de que no estaba solo.El hombre con cara de cansancio parecía de veras muy cansado, como si acabara de llegar a este pueblo desde un lugar lejanísimo.Sin embargo, era de acá.Se había ido a Buenos Aires en la adolescencia y cada tanto volvía.Yo lo había visto muchas veces, siempre solo, pero ahora me parece que una vez lo vi también con una mujer.—Porque ustedes volvieron a estar juntos, por lo menos un día.—Toda la tarde de un día.Y parte de la noche.Hasta el último tren de la noche.El hombre con cara de cansancio hizo el gesto de apartarse un mechón de pelo de la frente.Un gesto juvenil y anacrónico, ya que debía de hacer años que ese mechón no existía.Tendría más o menos mi edad, quiero decir que se trataba de un hombre mayor, aunque era difícil saberlo con precisión.Como si fuera muy joven y muy viejo al mismo tiempo.Como si un adolescente pudiera tener cincuenta años.—Lo que no entiendo —dije yo— es dónde está la dificultad.No entiendo qué es lo que hay que entender.—Justamente.No hay nada que entender, ella misma me lo dijo la última tarde.Hay que creer.Yo tenía que creer simplemente lo que estaba ocurriendo, tomarlo con naturalidad: vivirlo.Como si se me hubiera concedido, o se nos hubiera concedido a los dos, un favor especial.Ese día fue una dádiva, y fue real, y lo real no precisa explicación alguna.Ese sauce a la orilla del agua, por ejemplo.Está ahí, de pronto; está ahí porque de pronto lo iluminó la luna.Yo no sé si estuvo siempre, ahora está.Fulgura, es muy hermoso.Voy y lo toco y siento la corteza húmeda en la mano; ésa es una prueba de su realidad.Pero no hace ninguna falta tocarlo, porque hay otra prueba; y le aclaro que esto ni siquiera lo estoy diciendo yo, es como si lo estuviese diciendo ella.Es extraño que ella dijera cosas así, que las dijera todo el tiempo durante años y que yo no me haya dado cuenta nunca.Ella habría dicho que la prueba de que existe es que es hermoso.Todo lo demás son palabras.Y cuando la luna camine un poco y lo afee, o ya no lo ilumine y desaparezca, bueno: habrá que recordar el minuto de belleza que tuvo para siempre el sauce.La vida real puede ser así, tiene que ser así, y el que no se da cuenta a tiempo es un triste hijo de puta —dijo casi con desinterés, y yo le contesté que no lo seguía del todo, pero que pensaba solucionarlo pidiendo otro whisky.Le ofrecí y volvió a negarse, era la tercera vez que se negaba; le hice una seña al mozo.—Entonces la llamé por teléfono.Una noche fui hasta la Unión Telefónica, pedí Buenos Aires y la llamé a su departamento.Eran como las tres de la mañana y habían pasado cuatro o cinco meses.Ella podía haberse mudado, podía no estar o incluso estar con otro.No se me ocurrió.Era como si entre aquel portazo y esta llamada no hubiera lugar para ninguna otra cosa.Y atendió, tenía la voz un poco extraña pero era su voz, un poco lejana al principio, como si le costara despertarse del todo, como si la insistencia del teléfono la hubiese traído desde muy lejos, desde el fondo del sueño [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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