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.Los daddies me serían muy útiles de vez en cuando.Los moddies eran los que me asustaban.Los módulos de personalidad completa.Los que metían tu cerebro en alguna cajita de hojalata y alguien a quien tú no conocías se apropiaba de tu mente y tu cuerpo.Todavía me producían un miedo espantoso.—Bien —dijo el doctor Yeniknani.No me deseó suerte, porque todo estaba en manos de Alá.Quién sabía cuál iba a ser el desenlace, así que la suerte difícilmente encajaba allí.Poco a poco, yo había aprendido que mi médico era un aprendiz de santo, un derviche turco.—Dios llevará su empresa a buen término —profetizó.«Muy bien dicho», pensé.Me había llegado a gustar mucho.—Inshallah —dije.Nos dimos la mano y se marchó.Fui hacia el armario, saqué mi ropa de calle y la arrojé sobre la cama: una camisa, las botas, los calcetines, la ropa interior y unos téjanos nuevos que no recordaba haber comprado.Me vestí con prontitud y di el código de Yasmin al teléfono.Sonó y sonó.Le di el mío, por si ella se encontraba en mi apartamento.Tampoco obtuve respuesta.Quizá estaba trabajando, aunque todavía no eran las dos.Llamé al Frenchy pero nadie la había visto aún.No me molesté en dejarle un mensaje.En vez de eso, llamé a un taxi.Política del hospital o no, nadie me puso pegas por irme sin acompañante.Me bajaron en una silla de ruedas hasta la entrada y me metí en el taxi, con una bolsa de artículos de aseo en una mano y mi ristra de daddies en la otra.Fui a mi apartamento sintiendo un desconcertante vacío, sin emociones.Abrí la puerta y entré.Creí que estaría hecho una porquería.Yasmin probablemente había estado algunas veces mientras me encontraba en el hospital, y nunca fue muy buena recogiendo sus cosas.Esperaba ver pequeños montículos de sus ropas por todo el suelo, monumentos de platos sucios en el fregadero, alimentos a medio comer, latas abiertas y jarras vacías por toda la cocina y la mesa, pero la habitación estaba tan limpia como la última vez que la vi, más incluso.Nunca hago trabajos tan pesados como barrer, limpiar el polvo y los cristales.Eso me hizo sospechar que algún hábil ratero propenso a la pulcritud había entrado en mi casa.Vi tres abultados sobres en el suelo, junto a la cama.Me agaché a recogerlos.Iban a mi nombre, escrito a máquina; dentro de cada uno había setecientos kiam.en billetes de diez, setenta billetes nuevos sujetos con una banda elástica.Tres sobres, dos mil cien kiam, mi salario por las tres semanas pasadas en el hospital.No creía que fueran a pagármelas.Lo habría hecho gratis, la soneína en lo mejor de la etorpina había sido muy placentera.Me eché en la cama y puse el dinero en el lado que Yasmin dormía a veces.Sentía un curioso vacío, como si esperase a que algo se produjera y me llenase y me dijera qué hacer luego.Esperé, pero nadie me dio la orden.Miré el reloj, casi las cuatro.Decidí no sacar el material pesado.Podía olvidarlo.Volví a levantarme, me metí un fajo de cien kiam en el bolsillo, cogí las llaves y bajé la escalera.Empezaba a sentir una especie de reacción emocional.Presté atención, estaba nervioso, incómodo, luchaba contra mi tendencia a subir los trece peldaños de la escalera y probar a meter la cabeza en un nudo todavía desconocido.Caminé «Calle» abajo hasta la puerta Este del Budayén y busqué a Bill.No le vi.Tomé otro taxi.—Lléveme a casa de Friedlander Bey —dije.El conductor se dio la vuelta y me miró.—No —repuso tajante.Salí y busqué a otro taxista que no le importara ir allí.Primero me aseguré de ponernos de acuerdo en la tarifa.Una vez estuvimos allí, le pagué y bajé del taxi.No quería que nadie supiera de mi llegada.«Papa» no me esperaba hasta el día siguiente.Sin embargo, su criado me abrió la brillante puerta de caoba antes de que ascendiera toda la blanca escalera de mármol.— Señor Audran —murmuró.—Me sorprende que se acuerde.Se encogió de hombros; no podría asegurar si sonrió o no, y dijo:—La paz sea con usted.Se volvió.—Y con usted —dije a sus espaldas, y le seguí.Me condujo a la oficina de «Papa», a la misma sala de espera que ya había visto.Entré, me senté, me volví a levantar, intranquilo, y empecé a serenarme.No sabía a qué había ido.Después de «Hola, ¿cómo está?», me deprimiría ver que no tenía nada más que decirle a «Papa».Pero Friedlander Bey era un buen anfitrión cuando convenía a sus propósitos, y no permitiría que un huésped se sintiera incómodo.Al instante, la puerta intermedia se abrió y uno de los gigantes de granito me hizo un gesto [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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