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.Con claridad repentina y devastadora recordó una historieta de cuando era joven.Se refería a las autopistas de Londres, y comenzaba, muy pausadamente, con un asesinato.El asesino huyó rumbo a un escondrijo escogido de antemano en un rincón de una autovía, en cuyo polvo las huellas de sus propios zapatos representaban el único cambio en un siglo.En ese agujero abandonado podría aguardar con seguridad a que la búsqueda concluyese.Pero tomó una encrucijada al revés, y en el silencio y la soledad de aquellos corredores tortuosos lanzó un juramento desafiando a la Santísima Trinidad y a todos los santos del cielo, porque a pesar de todos ellos llegaría a su refugio.Desde ese momento, ninguna vuelta le resultó bien.Vagó a través de un laberinto sin término desde el sector de Brighton en el Canal hasta Norwich, y desde Coventry hasta Canterbury.Se enterró indefinidamente bajo la gran ciudad de Londres, a lo largo de la esquina sudeste de la Inglaterra medieval.Sus ropas se convirtieron en andrajos y los zapatos en tiras de cuero; sus fuerzas se consumían, mas nunca lo abandonaron por completo.Cansado y muerto de cansancio, era incapaz de detenerse.Lo único que podía hacer era continuar siempre hacia adelante, dando siempre vueltas equivocadas en su absurdo avance.A veces escuchaba el ruido de coches que pasaban, en algún corredor adyacente.Por más que corría y se apresuraba (pues para entonces ya se hubiese entregado con verdadero gusto), el sitio adonde llegaba se encontraba vacío.En ocasiones vislumbraba una salida a lo lejos, que lo llevaría a la vida de la ciudad, pero aquélla brillaba cada vez más distante a medida que se aproximaba, hasta que, al dar una vuelta, ¡desaparecía!De vez en cuando, algunos londinenses que andaban por aquellos sitios subterráneos veían una figura brumosa que cojeaba rumbo a ellos, en silencio, con un brazo semitransparente levantado en gesto de súplica, la boca abierta y gesticulante, mas sin producir sonido ninguno.Y, al aproximarse, saludaba y se desvanecía.Era una historieta que había ya perdido todo atributo de ficción ordinaria y entrado en los dominios de la leyenda.«El londinense vagabundo» se convirtió en una expresión familiar en todo el mundo.En las profundidades de la ciudad de Nueva York, Baley recordó la narración y se estremeció, intranquilo.R.Daneel habló a su vez, y hubo un pequeño eco.Decía:—Nos pueden escuchar.—¿Aquí? Ni por asomo.Ahora bien, ¿qué hay del comisionado?—Se encontraba en el lugar de los acontecimientos, Elijah.Es un habitante de la ciudad.Inevitablemente cae en la categoría de los sospechosos.—¿Sigue siendo sospechoso?—No.Su inocencia se comprobó con rapidez.En primer lugar, no poseía ningún desintegrador.Imposible que lo tuviera: había entrado en Espaciópolis del modo común y corriente.Como tú sabes muy bien, el modo ordinario de proceder elimina los desintegradores.—A propósito, ¿se halló el arma con que se cometió el crimen?—No, Elijah.No hubo un solo desintegrador de Espaciópolis que no se examinara, y ninguno había sido disparado en el curso de varias semanas.Un examen de las cámaras de radiación resultó concluyente.—Entonces, ocultó el arma de modo tan perfecto.—Imposible que lo haya ocultado en Espaciópolis.Nuestras investigaciones fueron completas.A lo que Baley interpuso con impaciencia:—Estoy tratando de considerar todas las posibilidades.Fue preciso que se ocultara o el asesino se lo llevó consigo cuando huyó.—Exactamente.—Y si admites como única la segunda posibilidad, el comisionado queda eliminado.—En efecto.Además, como precaución, le practicamos el análisis cerebral.—¿Qué?—Por análisis cerebral se entiende la interpretación de los campos electromagnéticos de las células vivientes del cerebro.—¡Oh! —exclamó Baley, sin comprender—, y ¿qué indica eso?—Nos suministra datos relativos a la conformación temperamental y emocional de un individuo.En el caso del comisionado Enderby, nos informó que era incapaz de matar al doctor Sarton.—No —convino Baley—, no es el tipo.Yo pude haberles dicho eso mismo.—Preferimos contar con informes objetivos.Como es natural, todos los habitantes de Espaciópolis aceptaron el análisis.—Todos incapaces, supongo.—Sin ninguna duda.Por ello mismo sabemos que el asesino tiene que ser un habitante de la ciudad.—Bueno, pues entonces todo lo que tenemos que hacer es someter a toda la ciudad a ese pequeño y maravilloso experimento.—No resultaría práctico, Elijah.Existirían millones que, por temperamento, serían capaces de hacerlo.—Millones —gruñó Baley, pensando en las muchedumbres de aquel día ya lejano que vociferaban contra los cochinos espacianos, y en la multitud amenazante e injuriante en el exterior de la tienda de zapatos.«¡Pobre Julius, un sospechoso!», pensó.Podía escuchar la voz del comisionado que describía los momentos que siguieron al descubrimiento del cadáver.Era brutal, ¡brutal!Nada tiene de asombroso que con el sobresalto y la preocupación hubiese roto sus gafas.Ni tampoco el hecho de que no deseara regresar a Espaciópolis.—¡Los odio! —había mascullado [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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