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.Arrugó la frente, elevó el mentón y respiró profundamente con las manos a la espalda.Se dio la vuelta y caminó hasta el ventanal.Con la mirada perdida en los montes que azuleaban en la lejanía, habló:—El valiato de Tutila.—Me temo que los planes del emir para Tutila son otros.—Insisto.—Se volvió para enfrentar sus miradas.—Si tanto amas esa ciudad, no te conviene demostrar ese empeño.Se nombrará un wāli dependiente del gobernador de Saraqusta.La alternativa es ver sus murallas arrasadas y su alcazaba arruinada.De nuevo Musa dirigió la vista hacia el horizonte y pareció meditar.Pero necesitó poco tiempo.El sentimiento, que no podía apartar de su mente, de que su ambición personal había perjudicado a su gente en el pasado, le hizo pronunciar su respuesta en voz alta:—Arnit y el aman para el rey de Banbaluna, para su hijo y para su yerno García el Malo.Con el compromiso de respetar sus tierras en el futuro.Muhammad esbozó una sonrisa.—¿Y qué tiene que ofrecer en esta negociación ese «rey de Banbaluna», como tú le llamas? Quizá sería necesaria una prestación económica.para compensar el perjuicio al tesoro ocasionado por esta forzada expedición.Setecientos dinares de oro anuales será una cantidad ajustada.—Eso es impensable.—Musa se revolvió con gesto de incredulidad.—¡Soy el hijo del emir, no un vulgar comerciante! ¡Es mi oferta! —gritó zanjando la discusión.Entonces cambió bruscamente su tono de voz, hasta hacerla meliflua y casi burlona:—¿Qué son setecientas monedas de oro para todo un rey?Musa envió a uno de sus hombres de confianza para informar a Fortún de las condiciones del pacto.Debía permitir a sus prisioneros unirse a la columna de Muhammad a su paso por Tutila de regreso hacia Qurtuba.El mensaje era breve, pero no dejó de advertir a su hijo que adoptara todas las precauciones necesarias hasta asegurarse de que Muhammad se hubiera alejado lo suficiente.Musa continuó su viaje hasta Banbaluna en compañía de dos oficiales y una escasa guardia, pero a medida que avanzaban su corazón se fue encogiendo a la vista del paisaje desolado que encontraban en el camino.El paso entre las montañas que daba acceso a la cuenca de Banbaluna, antaño cubierto de viejos robles, extensos pinares y robustas encinas, era ahora un erial calcinado sin rastro de los ciervos o los jabalíes que habitualmente salían huyendo al paso de los viajeros.Atravesaron una aldea desierta donde su olfato se vio atacado por la pestilencia que desprendían los cadáveres calcinados de varios cerdos en descomposición.Uno de ellos, atrapado entre los maderos de una cerca, había sido devorado por las llamas mientras trataba de huir.Parecía mirarlos fijamente desde la distancia, lo que llamó la atención de Musa, pero no pudo contener una náusea cuando descubrió que lo que parecían ojos no eran sino un festín de diminutos gusanos blanquecinos que se retorcían en las cuencas vacías.En adelante rodearon las pequeñas aldeas con las que se encontraban, y hubieron de alimentarse sólo con la carne seca y el pan que cargaban en una de las mulas.Llegaron a Banbaluna cubiertos con una capa de ceniza gris procedente de los campos abrasados.En los rostros de los vascones que encontraban en las calles abarrotadas se adivinaba una mezcla de resignación y alivio.Musa también creyó percibir, cuando les reconocían por su atuendo, miradas de reproche y hasta de rencor: al fin y al cabo eran tan musulmanes como aquellos que acababan de devastar sus campos.Cuando Musa tuvo a Enneco ante sí vio a un hombre más envejecido, pero su mirada traslucía aquella determinación que había despertado su admiración cuando apenas era un niño.Su abrazo fue enérgico y prolongado y se retiró para que Musa saludara a Fortuño y a Toda, pues García se encontraba ausente y se reuniría con ellos más adelante.Musa y sus hombres tuvieron la oportunidad de disfrutar de un buen baño en el viejo hammam mandado construir por su hermano Mutarrif en la época en que fue gobernador de Banbaluna y, una vez despojados de la ceniza que tiznaba sus cuerpos, saciaron su apetito sentados a la mesa con algunos señores vascones, viejos conocidos.A Musa no le pasó desapercibido el protocolo que comenzaba a observarse en la disposición de los asistentes.A diferencia de ocasiones anteriores, Enneco tenía reservado un lugar en la presidencia, nadie tomó asiento hasta que él lo hizo y no se le interrumpió durante sus intervenciones.García se presentó una vez iniciada la cena, se acercó a saludar a Musa y ocupó un lugar cerca de su padre.Se habló de temas triviales mientras duró la comida, regada con un buen vino, aunque menos abundante que en otras ocasiones, porque la cosecha de uva se había perdido.Musa no lo probó y por eso cuando Enneco se dirigió a él no mostraba los signos de euforia que se veían en otros comensales.—Estamos impacientes por conocer los términos exactos de tu acuerdo con Muhammad.—Enneco iniciaba así la parte formal del encuentro, después de dar tres golpes en la mesa con su pesada copa.Musa también adoptó un tono grave antes de responder.De hecho se sentía tenso e incómodo, y hasta ese momento había evitado hacer referencia al pacto.—Su interés se centraba en volver a Qurtuba en compañía de esos rehenes.Su consideración en el alcázar debe ser grande.por unos soldados cualesquiera nadie estaría dispuesto a hacer concesiones como las que ha hecho Muhammad.—Pero debes abandonar Tutila.—dijo uno de los vascones.—Estoy dispuesto a hacerlo si con ello consigo evitar más sufrimiento.Se puede conducir a los Banu Qasi desde Arnit, como se hizo antaño.—Entonces, ¿es cierto que has conseguido eso que vosotros 11amáis.aman? —dijo García pronunciando el nombre con vacilación.—Es cierto.Pasará tiempo hasta que el canje de unos simples rehenes valga una paz., y la vuelta a las relaciones con el emir.—Y un valiato —concluyó García.Musa no respondió, pero observó en García un tono de voz displicente.—¿El pacto incluye a Pampilona?—Así se lo planteé.Sin embargo.—¿No aceptó? —dijo García.—No es eso., pero puso otras condiciones.Todos habían fijado su atención en Musa y en lo que iba a decir a continuación.—Reclama el pago de setecientos dinares de oro anuales para dejar a Banbaluna al margen de sus correrías.Al escucharlo, un murmullo de sorpresa se adueñó de la sala.Pero fue García quien más acusó la sorpresa.Primero se puso pálido, y a continuación su rostro quedó cubierto por una veladura carmesí [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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