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.¿Exponerse a uno mismo en una iglesia?—¡Oh, ésa es una costumbre muy antigua! —contestó Elinor en susurros—.Las estatuas de las iglesias rara vez son las de los santos.Porque la mayoría de los santos no podía pagar a ningún escultor.En la catedral de…Cockerell le propinó un empujón tan rudo en la espalda, que ella trastabilló.—¡Andando! —gruñó—.Y la próxima vez que paséis ante él, os inclinaréis, ¿entendido?—¿Inclinarnos? —Elinor intentó detenerse, pero Mo la obligó a seguir—.¡Es imposible tomarse en serio un teatrucho como éste! —exclamó, indignada.—Si no cierras el pico —le respondió Mo en voz baja—, te vas a enterar de lo seriamente que se habla aquí, ¿entendido?Elinor observó el rasguño de su frente, y calló.En la iglesia de Capricornio no había bancos como los que Meggie había visto en otras iglesias, sino dos largas mesas de madera con asientos a ambos lados de la nave.Encima había platos sucios, tazas manchadas de café, tablas de madera con restos de queso, cuchillos, embutidos, cestos de pan vacíos.Varias mujeres, ocupadas en retirarlo todo, levantaron brevemente la vista cuando Cockerell y Nariz Chata pasaron por delante de ellas con sus tres prisioneros; a continuación volvieron a concentrarse en su trabajo.A Meggie le parecieron pájaros que hundían la cabeza entre los hombros para que no se la cortasen.Además de faltar los bancos, la iglesia de Capricornio también carecía de altar.Aún se distinguía su antiguo emplazamiento, en el que ahora se veía un sillón situado al final de la escalera que antaño desembocaba en el altar, una pieza pesada, tapizada en rojo, con abultadas tallas en patas y brazos.Cuatro peldaños bajos conducían hasta el sillón, Meggie no acertó a saber por qué los contó.Una alfombra negra los cubría, y en el peldaño superior, a escasos pasos del sillón, se sentaba Dedo Polvoriento, el pelo rubio rojizo alborotado como siempre, sumido en sus pensamientos, mientras dejaba que Gwin subiera por su brazo estirado.Cuando Meggie recorrió el pasillo central en compañía de Mo y de Elinor, alzó brevemente la cabeza.Gwin se le subió al hombro y enseñó sus dientecitos afilados semejantes a esquirlas de cristal, como si se apercibiese de la aversión que la niña sentía hacia su señor.Meggie sabía ahora por qué la marta tenía cuernos y su gemelo se pavoneaba en la página de un libro.Ahora lo sabía todo: por qué a Dedo Polvoriento este mundo le parecía demasiado frenético y ruidoso, por qué no entendía nada de coches y por qué tantas veces miraba como si se encontrara en otro lugar completamente distinto.Sin embargo, no sentía ni un ápice de compasión por él, como sí le sucedía a Mo.Su rostro surcado de cicatrices sólo le recordaba que le había mentido, que la había inducido con artimañas a acompañarle, como el cazador de ratas del cuento.Había jugado con ella igual que con su fuego o con sus pelotitas de colores: «ven conmigo, Meggie»; «por aquí, Meggie»; «confía en mí, Meggie».Le habría gustado subir los peldaños de un salto y golpearlo en la boca, en su boca de embustero.Dedo Polvoriento pareció adivinar sus pensamientos.Esquivó sus ojos y, en lugar de mirar a Mo o a Elinor, hundió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una cajita de cerillas.Con aire ausente, extrajo una, la encendió y, tras contemplar la llama sumido en sus cavilaciones, la atravesó con el dedo, casi como una caricia, hasta que se quemó la yema.Meggie apartó la vista.Prefería no verlo.Deseaba olvidar que él estaba ahí.A su izquierda, al pie de la escalera, había dos bidones de hierro, de un marrón herrumbroso, que contenían astillas recién cortadas, apiladas unas sobre otras.Meggie se estaba preguntando cuál sería su finalidad, cuando resonaron pasos en la iglesia.Basta caminaba por el pasillo central con una lata de gasolina en la mano.Cockerell y Nariz Chata le cedieron el paso, enfurruñados, cuando pasó ante ellos.—Vaya, vaya, de modo que Dedo Sucio está otra vez jugando con su mejor amigo, ¿eh? —preguntó mientras subía los bajos peldaños.Dedo Polvoriento bajó la cerilla y se incorporó.—Aquí tienes —dijo Basta poniendo la lata de gasolina a sus pies—.Otra cosa más para jugar.Haznos fuego.Eso es lo que más te gusta.Dedo Polvoriento arrojó la cerilla consumida que sostenía entre los dedos y encendió otra.—¿Y tú? —preguntó en voz baja mientras colocaba la maderita ardiendo delante del rostro de Basta— [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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