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.Dentro de una semana.A lo sumo dos.Todavía no había pasado el tiempo suficiente, pero casi.Casi.4No es un hombre de fiarUna tarde, no mucho después de que julio se convirtiera en agosto, Deke Hollis le contó que tenía compañía en la isla.El lo llamaba la isla, nunca «el cayo».Deke era un hombre de cincuenta años mal llevados, o quizá tenía setenta.Era alto y delgaducho; llevaba un viejo y maltrecho sombrero de paja que parecía una sopera del revés.Desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde montaba guardia en el puente entre Vermillion y la península.Lo hacía de lunes a viernes.Los fines de semana, «el chico» le sustituía (digamos que el chico tenía unos treinta).Algunos días, cuando Em corría por el puente y veía al chico en lugar de a Deke sentado en la vieja silla de caña fuera de la caseta de vigilancia, leyendo el Maxim o el Popular Mechanics en vez del New York Times, se daba cuenta de que de nuevo era sábado.Pero esa tarde era Deke el que estaba allí.El canal entre Vermillion y la península —al que Deke llamaba la gargata (garganta, suponía ella)— permanecía desierto y sombrío bajo un cielo oscuro.En la barandilla del puente que daba al lado del golfo había una garza buscando pescado o quizá meditando.—¿Compañía? —dijo—.No tengo compañía.—No me refería a eso.Pickering ha vuelto.¿En la 366? Trajo a una de sus «sobrinas».Deke resaltó la palabra «sobrinas» con una caída de ojos, que los tenía de un azul tan claro que parecían incoloros.—No he visto a nadie —dijo Em.—No —convino él—.Cruzó en ese Mercedes rojo tan grande que tiene hace más o menos una hora, probablemente cuando todavía estabas atándote las zapatillas.—Se inclinó por encima del periódico, que crujió contra su gorda barriga.Ella vio que tenía el crucigrama a medio terminar—.Cada verano una sobrina diferente.Siempre jóvenes.—Hizo una pausa—.A veces dos sobrinas, una en agosto y otra en septiembre.—No le conozco —dijo Em—.Y no he visto ningún Mercedes rojo.Tampoco sabía qué casa correspondía al número 366.Se fijaba en las casas, pero rara vez prestaba atención a los buzones.Excepto, por supuesto, la 219.Era la que tenía una pequeña hilera de pájaros tallados en la parte superior.(A esa casa la llamaba, por supuesto, Pajarolandia.)—Es igual —dijo Deke.Esta vez, en lugar de poner los ojos en blanco, hizo una mueca con la comisura de la boca, como si hubiera notado un sabor raro—.Las trae en el Mercedes, y luego se las lleva de vuelta a St.Petersburg en su barco.Un gran yate blanco.El parque de juegos.Llegó esta mañana.—Las comisuras de su boca volvieron a hacer ese gesto.Un trueno carraspeó a lo lejos—.Así que las sobrinas se dan una vuelta por la casa, luego un breve y agradable crucero por la costa, y no volvemos a ver a Pickering hasta el mes de enero siguiente, cuando el frío llega a Chicago.Em pensó que quizá había visto un barco de recreo blanco amarrado mientras corría por la playa esa mañana, pero no estaba segura.—Dentro de un día o dos, quizá una semana, enviará a un par de colegas y llevarán el Mercedes adondequiera que lo guarde.Imagino que cerca del aeropuerto privado de Naples.—Tiene que ser muy rico —dijo Em.Aquella era la conversación más larga que había tenido con Deke, y le resultaba interesante, pero comenzó a trotar sin moverse del sitio.En parte porque no quería enfriarse, pero sobre todo porque su cuerpo le pedía que echara a correr.—Tan rico como Scrooge McDuck, el Tío Güito, pero me hago una idea de dónde se gasta Pickering su dinero.Probablemente en cosas que el tío Scrooge nunca imaginaría.He oído que lo birló en algún asunto relacionado con los ordenadores.—Guiñó un ojo—.¿No lo hacen todos?—Supongo —dijo ella, todavía trotando en el mismo sitio.Esta vez el trueno se aclaró la garganta con un poco más de autoridad.—Sé que estás ansiosa por irte, pero te cuento esto por una razón —dijo Deke [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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