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.La anarquía y el pillaje eran la ocasión de saldar viejas deudas, de exhibir resentimientos contenidos contra los ricos, de tomar por la fuerza a las doncellas que se habían resistido a las proposiciones más descaradas.A medida que unas leyes perdían su vigencia, parecía más sencillo embestir contra las que aún la conservaban.La indisciplina se contagiaba al propio ejército de los hunos, donde las trifulcas a menudo degeneraban en asesinatos.Los caudillos debían mantener a distancia a los soldados enemistados, como si de perros rabiosos se tratara, y si lograban cierto orden se debía al látigo, la cadena y las ejecuciones.Tan numeroso era el ejército, hasta tan lejos llegaban sus columnas y se extendían sus alas, que apenas resultaba controlable.Atila sabía que cabalgaba en medio de un vendaval, pero él era el dios de las tormentas.Fue en el claro de un bosque de la Galia donde encontró al hombre santo romano que lo bautizaría con un nuevo título.Una patrulla de hunos había atado a un eremita cristiano a varios de sus caballos.El santón era tan necio, al parecer, que había emprendido su peregrinación por el mismo camino empleado por el ejército de Atila.Los integrantes de la caballería se entretenían avanzando y retrocediendo con sus caballos, en ambos sentidos, tensando las cuerdas que sostenían al peregrino, para gran regocijo de todos.El eremita gritaba, incitándolos tal vez a que consumaran la matanza y lo convirtieran en mártir.—¡Gozad de vuestro triunfo, pues vuestros días están contados, hijos de Satanás! —gritaba el viejo al huno—.¡La profecía habla de vuestra condena!Aquello interesó a Atila, que creía en el destino y hacía que le echaran las piedras de adivinación y le leyeran el futuro en entrañas de animales.Después de matar a varios oráculos en sus arrebatos de ira, sus profetas habían aprendido a vaticinarle lo que él deseaba oír, hasta tal punto que habían acabado por aburrirle.Pero ese eremita decía otras cosas, de manera que ordenó a sus hombres que acercaran a él los caballos y dejaran de tirar de las cuerdas.—¿Hablas nuestra lengua, anciano?—Dios me ha concedido el don de advertir a los condenados.—El eremita vestía harapos e iba mugriento y descalzo.—¿De qué profecía hablas?—¡De la que dice que será tu propia espada la que te hiera! ¡De la que dice que la noche más oscura anuncia el alba!Varios jefes murmuraron, inquietos, tras la mención de una espada, y Atila frunció el entrecejo.—Nosotros somos el Pueblo del Alba, eremita.Aquel hombre miró a Atila, desconcertado, como si apenas pudiera creer en tanta necedad.—No, vosotros llegáis envueltos en polvo y os vais dejando un rastro de humo que oculta el sol.Sois criaturas de la noche, que brotáis de la tierra.—Nosotros regeneramos la tierra.No abrimos hendiduras en ella, no talamos sus árboles.—¡Pero os alimentáis de hombres que sí lo hacen, viejo guerrero! ¡Qué necedades decís los hunos! Si Atila se encontrara aquí, se reiría de vuestras vanas ocurrencias.Los hunos estallaron en carcajadas, divertidos con la situación.—¿Y dónde crees que se encuentra Atila en estos momentos, anciano? —preguntó el rey.—¿Cómo voy a saberlo? Durmiendo con sus mil esposas, sospecho, o atormentando a un peregrino santo en vez de atreverse a atacar al gran Flavio Aecio.¡Ay! ¡Es más fácil tomarla con un piadoso que combatir a un enemigo armado!La sonrisa que esbozaba Atila se esfumó al momento.—No tardaré en enfrentarme a él.El eremita entornó los ojos para verlo mejor.—Tú eres Atila, ¿verdad?—Así es.—No vistes con lujo.—No lo necesito.—No ostentas los distintivos de tu rango.—Descontándote a ti, todos los hombres me conocen.El santo asintió.—Yo tampoco los llevo.Dios Todopoderoso sabe quién soy.—¿Y quién eres?—Su emisario.Atila rió.—¿Atado e indefenso? ¿Qué clase de dios es ése?—¿Cuál es tu dios, bárbaro?—Atila, el huno, cree en sí mismo.Su cautivo señaló la nube de humo que los rodeaba en la distancia.—¿Eres tú quien está al mando de todo eso?—Yo mando sobre el mundo.—¡A cuántos inocentes habrás sacrificado! ¡A cuántos recién nacidos habrás dejado huérfanos!—No me disculpo por la guerra.He venido a rescatar a la hermana del emperador.Entonces el eremita soltó una carcajada y se le iluminaron los ojos, como si de pronto comprendiera.—Sí, ahora ya sé quién eres.¡Te reconozco, monstruo! ¡Eres la peste! ¡El látigo, enviado desde Oriente para castigarnos por nuestros pecados! ¡Eres el azote de Dios!El rey parecía desconcertado.—¿El azote de Dios?—Es la única explicación.¡Eres un instrumento del Altísimo, un castigo terrible, tan devastador como el Diluvio o las Siete Plagas de Egipto! ¡Eres Baal y Belcebú, Ashron y Plutón, enviado a nosotros como castigo divino!Sus hombres esperaban que, a continuación, Atila les ordenara matar al loco, pero no sólo no lo hizo, sino que permaneció pensativo.—El Azote de Dios.Es un nuevo título, ¿no es así, Edeco?—Uno más que añadir a otros mil.¿Lo matamos, kagan?—No.—repuso Atila con una sonrisa—.El Azote de Dios.Ha dado razón de mí, ¿verdad? Me ha justificado ante todo cristiano que encontremos.No, este eremita me cae simpático.Soltadlo.Sí, soltadlo y proporcionadle un burro y una moneda de oro.Quiero que nos preceda, que llegue antes que nosotros a la ciudad de Aurelia.¿Sabes dónde se encuentra, anciano?El eremita se retorció, aún sujeto por las cuerdas.—Ahí es donde nací.—Muy bien.Tu insulto me gusta, y lo adoptaré como propio.Ve a tu Aurelia natal, eremita, y diles a todos que viene Atila.Diles que vengo a limpiar sus pecados con sangre, como el Azote de Dios.¡Ja! ¡Su emisario soy yo, no tú! —Volvió a reír—.¡Yo, Atila, instrumento del Altísimo!CAPÍTULO 22LA HIJA DE TEODORICOTolosa había sido una ciudad celta antes de ser romana, y ahora se trataba de la capital de los visigodos.Sus nuevos gobernantes habían hecho poco más que ocupar los ruinosos edificios de sus predecesores.Su fama en el campo de batalla no venía acompañada de un especial talento para la arquitectura.La ciudad estratégica, situada en una hondonada, a orillas del Garona, había dominado desde antiguo el suroeste de la Galia, y cuando Ataúlfo, el rey visigodo, aceptó renunciar a Iberia y enviar a la princesa Gala Placidia de vuelta a Roma a cambio de las nuevas tierras adquiridas en Aquitania, Tolosa se convirtió en su capital natural.Los bárbaros ampliaron las viejas murallas del imperio con una zanja y un dique, pero en el interior de la ciudad parecía como si una familia pobre se hubiera mudado a una casa rica y se hubiera dedicado a añadir detalles decorativos de dudoso gusto [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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