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.—Ven —dijo Yngvar—.Voy a averiguar lo que ha pasado.Seguro que simplemente lo han dejado en otro sitio.Venga, vámonos.Trond Arnesen abrió el cajón una vez más.Estaba vacío.Después se acercó al otro lado de la cama.Tampoco allí encontró lo que buscaba.Tenía la mirada medio enajenada cuando se precipitó hacia el baño.Yngvar se quedó quieto.Oyó el ruido de armarios y cajones que se abrían y cerraban, el chasquido de algo que podía ser la tapa de una papelera, portazos, meneos y sacudidas.Y de pronto el chico estaba ahí, en el umbral de la puerta, mostrando las palmas de las manos vacías.—Supongo que me estoy haciendo un lío —dijo, con la voz profunda.Bajó la vista—.Vibeke siempre lo decía, que era un desordenado incorregible.«La maldad es una ilusión», pensó la mujer.Estaba de pie junto al busto de bronce de Jean Cocteau.Un remiendo con rasgos corrientes, dictaminó, como si un niño hubiera estado jugando con cera derretida y a alguien de pronto se le hubiera ocurrido la idea de perpetuar aquel ensayo carente de todo talento.La escultura estaba situada al borde del muelle, a algunos pasos de la pequeña capilla que el propio Cocteau había decorado.Cobraban por entrar.Por eso sólo había visto los frescos de refilón.Fue en navidades, cuando, en un ataque de nostalgia de día festivo, había querido pasarse por una «casa de Dios».La iglesia de Saint Michel, que estaba sobre la colina, se le hizo insoportable con su kitsch católico y el murmullo sermonero del cura.Había reculado.Pero pagar por encontrarse con un Dios en el que nunca había creído era aún peor.Le habían entrado ganas de recordarle el ataque de cólera de Jesús en el templo a la mujerona gorda apostada en la puerta de la capilla de Cocteau.La rancia señora estaba sentada tras una mesa llena de suvenires vulgares a precios desorbitados.Para su disgusto, sus conocimientos de francés no daban más que para maldecir a media voz.Era ya tarde, aquel viernes 13 de febrero.Los daños ocasionados por la marea viva aquella tarde eran considerables.El mar había destrozado las cristaleras de los restaurantes a lo largo del paseo marítimo.Hombres jóvenes en camisa blanca corrían de acá para allá tiritando y cargando con planchas de contrachapado que, con escasa maestría, clavaban ante las ventanas como resguardo provisional contra el viento y las inclemencias del tiempo.Las sillas estaban hechas añicos.Una mesa flotaba a algunos metros del borde del muelle.La mayor parte de los barcos de la bahía se mecían amarrados y habían aguantado la tormenta.Peor les había ido a las cuatro o cinco lanchas que habían estado en el embarcadero.En el mar inquieto y negruzco sólo se vislumbraban restos de madera y de cuerda a la deriva.Se inclinó sobre Jean Cocteau y pensó de nuevo: «La maldad es una ilusión».Su medio de vida era el revés de las personas.Nunca hacía chapuzas.Todo lo contrario.Sabía más sobre la traición, la malicia y la vileza del alma que la mayoría de la gente.En su tiempo, de algún modo se enorgullecía de ello.Al principio, hacía diecinueve años, cuando todavía estaba en la veintena y había descubierto lo fácil que le resultaba todo aquello, el sorprendente talento oculto al que podía sacar partido, de vez en cuando había sentido emoción.Entusiasmo.Alegría, incluso.Al menos le parecía recordarlo así.Ni siquiera le amargaban los años de estudios a los que no les iba a sacar ningún partido, la perseverancia despilfarrada en la universidad con el único propósito de hacer que pasara el tiempo.Todo ello un esfuerzo inútil, se daba cuenta, pero nada de eso tuvo la menor importancia cuando, a los veintiséis años, encontró su estante en la vida.La expresión le había hecho sonreír.Una noche de marzo de 1985, estaba sentada ante un extracto de su cuenta bancaria, con una jarra de cerveza en la mano.Intentaba representarse su propio estante, aquel lugar de residencia único de una estantería imaginaria de la pared de la vida.Al parecer este estante iba a hacer de ella algo especial y valioso, algo completamente particular.La gastada metáfora la había hecho reír en alto e imaginarse masas de gente buscando su sitio, gateando a la caza de una superficie libre.El mar estaba ahora más tranquilo.En el aire no hacía más de un par de grados, que desaparecían en las ráfagas de viento que seguían entrando por el sur.Los chicos en camisa habían cubierto los peores agujeros y era evidente que ya no les quedaban fuerzas para más.Una pareja joven vestida de oscuro se aproximaba a ella.Cuando se cruzaron, se rieron y cuchichearon entre ellos.Ella se volvió hacia la pareja y siguió con la mirada su torpe avanzar sobre los resbaladizos adoquines hasta que desaparecieron en la oscuridad.Parecían noruegos.Él llevaba mochila.Por suerte hacía doce años que no la fotografiaban.Exactamente doce años.Entonces estaba más delgada.Mucho más delgada, y llevaba el pelo largo.La fotografía, a la que de vez en cuando le echaba un vistazo por pura equivocación, era el retrato de otra persona.Así debía pensar.Ahora llevaba gafas.El pelo largo ya no le quedaba bien.El espejo le permitía ver cómo la vida se había atornillado sin piedad a lo que una vez fue un rostro normal.La nariz, que también entonces era pequeña, ahora parecía un botón.Los ojos, que nunca habían sido grandes, pero por lo menos eran marrones y, por lo tanto, no exactamente iguales a los de todo el mundo nórdico, ahora casi desaparecían tras las gafas y un flequillo demasiado largo.La representación de lo único era un engaño.Las personas eran tan jodidamente iguales.No sabía cuándo había caído en la cuenta de la verdad.Probablemente la constatación le había llegado gradualmente, pensó.Lo repetitivo de su trabajo a la larga la había impacientado, aunque no sabría decir qué era lo que querría cambiar.Por supuesto que cada plan era especial, todos y cada uno de los crímenes eran algo particular.Las circunstancias variaban y las víctimas nunca eran iguales.Usaba sus fuerzas, nunca hacía chapuzas en el trabajo.Pero a pesar de todo no conseguía verlo como otra cosa que una serie enervante de repeticiones.Ya no conseguía que pasara el tiempo.Simplemente pasaba, por sí mismo.Hasta ahora, pensó tomando aire.Todos eran tan iguales.El tiempo que las personas estaban tan empeñadas en «llenar» era un concepto carente de contenido, creado para proporcionar un sentido engañoso a lo carente de razón: el estar en la vida.La mujer se puso un gorro en la cabeza y empezó a subir lentamente las escaleras encerradas entre antiquísimas casas de piedra.Los estrechos callejones estaban anormalmente oscuros.Quizá la tormenta había afectado a las líneas eléctricas.A través del estudio de la conducta humana, en algún momento había comprendido que la consideración, la solidaridad y la bondad no eran más que expresiones vacías para los comportamientos deseados, que habían intentado fijarse alternativamente en las tablas de piedra de Dios, en las visiones eternas de los monjes, en las profecías de un árabe guerrero, en las ideas de los filósofos o en los cuentos de boca de un judío atormentado.La maldad era lo verdaderamente humano, pensó.La maldad no era ni la obra del diablo ni la caída en el pecado ni el resultado dialéctico de las necesidades materiales y la injusticia.A nadie se le ocurriría llamar malvada a la leona madre, cuando abandona a su cría enferma sin pensar ni un segundo en que su vástago se encamina hacia una dolorosa muerte sin cuidados.No se puede rastrear ningún reproche en la mención de la zoología del caimán macho, de cómo la atávica criatura se deshace de sus propios hijos con la certeza instintiva de que el hábitat no tolera aún más carga.Se detuvo en el callejón de la mísera puerta de Saint Michel.Por un momento vaciló.La respiración se le había acelerado con tantos escalones [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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